¿De qué familia hablamos?
La familia humana cumple funciones biológicas, sociales y espirituales:
- Propaga la vida, la conserva y la cuida.
- Perfecciona a sus miembros a través de la mutua entrega, ayuda y complementación, que se especifica en recíprocos y discriminados derechos y obligaciones.
- Contribuye así a formar hombres plenos y ciudadanos dignos. Es fuente y escuela de vida personal y social.
- Esta función educadora de la familia tiene una significación histórica: consuma la articulación entre generaciones, asegurándose no solo su continuidad física sino espiritual. Es órgano principal para la transmisión de valores intelectuales, morales y religiosos de la sociedad a la que pertenece. La tradición y el progreso, la identidad y el cambio de una sociedad dependen de ella.
La familia es el más importante factor en la configuración de la identidad personal. El modo de hablar, los gestos con lo que uno se expresa, el estilo cognitivo que caracteriza a su singular modo de conocer el mundo son en parte nacidos en la matriz familiar.
La familia deja una impronta especial, un sello inconfundible en el modo en que se configura la propia identidad personal, y esta configuración de la familia sobre la identidad de cada niño depende de muchos factores: intervienen aquí las tempranas relaciones de afecto entre los padres e hijos, las inquietudes de los padres, las costumbres y tradiciones que transmiten y los educan, el estilo educativo de los papás, estilo de relación entre los hermanos.
Lo que sucede es que las personas no tienen memoria de estas cosas, porque no se detienen a pensar. Sin embargo, gran parte de la justificación de lo que somos, pensamos, queremos, percibimos y hacemos está muy vinculado a la familia de origen.
Sin la memoria no es posible el conocimiento, tampoco el conocimiento de uno mismo: sin memoria no hay identidad. Gracias a la memoria cada uno se reconoce como quien es, a pesar de numerosos cambios que han transcurrido a lo largo de su vida.
La identidad es…
la que preserva el conocimiento propio y ajeno, la que resiste y le da unidad a la propia vida, más allá de los numerosos cambios que hayamos experimentado.
De hecho, uno de los indicadores más relevantes de la psicopatología es precisamente la pérdida de la identidad personal: que una persona deje de ser quien es.
Si uno no sabe quién es o si es varón o mujer o qué edad tiene, o cómo se llama, como sucede en las últimas etapas de la demencia senil, se concluye que la persona tiene una afectación psicopatológica muy grave.
De esto se sigue que una persona sana tiene que saber quién es. ¿Y cómo lo sabe? Invirtiendo el proceso de su trayectoria biográfica hasta su origen, reflexionando sobre ella misma.
El recuerdo de la primera vez que confiaron en alguien, el recuerdo de la primera caricia que le hicieron, la primera palabra que le dijeron, la primera vez que alguien le dijo que era valioso, lindo o bueno o que estaban orgullosos de él.
Eso va haciendo la identidad de la persona. Son experiencias pre-constitutivas del desarrollo personal posterior, que configurarán la personalidad posterior, y esto emerge en un determinado contexto: la familia.
La identidad personal se encuentra en esbozo en el origen del propio ser. Más tarde esa identidad se irá configurando a través de las relaciones que se vayan estableciendo con los padres, hermanos, hermanas y otros convivientes, con compañeros, pares, etc.
Cada hijo es distinto y único:
Más o menos sensible, vulnerable, más o menos inteligente, con más o menos comprensión y discernimiento, con más o menos capacidad de captar lo que sucede en su contexto familiar; más o menos emotivo, extrovertido, etc.
Aunque los padres sean los mismos y procuren tratar a todos los hijos por igual, cada uno de los hijos acabará teniendo una identidad diferente, la que le es propia, la que le pertenece y lo singulariza, y lo hace irrepetible.
Los hijos desarrollarán distintas identidades no sólo por las diferencias genéticas, sexuales, temperamentales, sino también por la diversidad de las interacciones que establecen con sus padres.
Además, el comportamiento de los padres también cambia con la edad; a los 25 años no se trata al hijo de la misma manera que a los 30. Si un hijo nace cuando el papá tiene 30, y luego tiene más hijos, el niño que nazca a los 35 o 40 del papá no va a tener la misma relación que con el primero. También tiene mucho que ver el sexo de los padres y el de los niños, de hecho, se los trata invariablemente a cada uno según su sexo.
Veamos ahora con más detalles algunos de los antes mencionados…
Hechos constitutivos de la identidad:
1. El Apego y el desarrollo de la autoestima
El apego consiste en la vinculación afectiva, estable y consistente que se establece entre un niño y su madre, como resultado de la interacción entre ambos.
Dicha vinculación es promovida no sólo por el repertorio de conductas innatas, con las que el niño viene al nacer, (conductas de apego: llanto, risa, succión, etc), sino también por la sensibilidad y actuación materna.
Actualmente se dispone de muchos datos que confirman que la privación materna causa un retraso en el desarrollo.
En niños que estuvieron institucionalizados hasta los tres años se encontró un retraso considerable en inteligencia, capacidad de pensamiento abstracto, madurez social, capacidad de obedecer reglas, capacidad de hacer amigos y retraso en el habla.
Bowlby (1972) por su parte hizo ciertas matizaciones en lo que respecta a las influencias que pueden tener ciertas variables (la edad de separación y su duración) sobre los daños provocados.
El daño causado por la ausencia de cuidados maternos es tanto más grave cuanto menor sea la edad del niño
(especialmente desde el nacimiento a los tres años).
Entre los tres y cinco años el riesgo todavía es grave, aunque mucho menos que antes, dado que en esta etapa el niño no vive sólo en el presente, sino que ya puede pensar que su madre regresará.
A partir del quinto año el riesgo disminuye aún más, aunque una buena proporción de niños entre los cinco y ocho años es incapaz de adaptarse satisfactoriamente a las separaciones, sobre todo si son repentinas y sin preparación previa.
De acuerdo con Bowlby (1969), «el apego desplegado por un bebé a su madre es un fenómeno primario, seleccionado en el curso de la evolución, y no un fenómeno secundario, resultante de la necesidad de satisfacción, como los psicoanalistas ortodoxos mantenían»
En su estudio de Baltimore, Ainsworth (1971) observó cuatro modelos de respuesta del niño a la madre, en situaciones de estrés a causa de la separación, a partir de los cuales sistematizó los diferentes tipos de apego (4 tipos: inseguro-evitativo, ansioso-ambivalente, ansioso-desorganizado y seguro).
Los resultados obtenidos constatan la idea de Bowlby sobre la necesidad que tiene el niño de establecer un apego seguro con la madre, en donde ciertamente se acuna la protovivencia de la acogida, la aceptación y la estima.
Una vez que lo ha logrado, el niño utiliza a la madre como una base segura (disponible), a partir de la cual explora el mundo en momentos de seguridad, al tiempo que, en momentos de estrés, acude a ella en busca de apoyo.
Según esta investigación, los niños que despliegan conductas de evitación y ambivalentes hacia sus madres son aquellos que luego, precisamente, tendrán problemas en el establecimiento de una segura relación de apego, a los 18 meses de edad, y posteriormente algunos problemas con la autoestima personal.
El modelo tradicional no supo explicar las condiciones que conducían a que el niño se apegase a su madre. Las nuevas teorías que atribuyen una mayor importancia al ambiente y a la situación familiar que el niño vive como fuente de seguridad tienen un alcance explicativo mayor respecto del apego y la autoestima.
En las situaciones donde el niño experimenta la ausencia de seguridad es precisamente donde surge el sentimiento de extrañeza que genera en él ambivalencia, provocándole un cierto impulso a huir, escapar o evitar tal situación (lo contrario del apego) y, en el futuro, ciertas formas mal estructuradas de estimarse a sí mismo.
Es muy difícil que un niño llegue a confiar en sí mismo si antes no ha experimentado la confianza en sus padres. Lo mismo cabría decir respecto de la estima a otras personas y a sí mismo.
Y es que el fiarse de otros y de sí mismo forma parte del sentimiento de confianza básico, siendo aquellos dos ingredientes imprescindibles de un mismo proceso. Pero es en ese mismo sentimiento de la confianza básica donde va a hincar sus raíces el comienzo de lo que más tarde será la autoestima.
Bowlby y Ainsworth han señalado que el repertorio de conductas del niño al nacer -conductas de apego- sirve para promover la proximidad o contacto físico con la figura de apego.
Bowlby distingue entre conductas señalizadoras y de aproximación.
Las conductas señalizadoras, que sirven para atraer a la figura de apego, se emiten de manera espontánea, sin dirigirse a una persona en particular (llanto, risa, balbuceo).
Las conductas de aproximación sirven para aproximarse a la madre y se suscitan de forma espontánea (búsqueda, acercamiento, succión no nutricional y agarrarse).
Las respuestas y sensibilidad de la madre favorecen la seguridad del niño según las disponibilidades de aquella.
Es decir, la respuesta materna contingente al llanto del niño (reciprocidad) suscita en éste expectativas de éxito y favorece el desarrollo en él de un auto concepto positivo, algo que es muy importante para el ulterior desarrollo de su estima personal.
Si la experiencia de estas respuestas contingentes proporcionadas por la madre es intensa (la madre responde a la conducta del niño tras cortas latencias y con conductas apropiadas), se originan en el niño elevadas expectativas acerca de su propia eficacia (autoeficacia), lo que redunda también en la génesis de la autoestima.
Son estas expectativas las que favorecen la exploración y práctica de nuevas habilidades, lo que facilita un adecuado desarrollo del niño (Goldberg, 1977; Brown-Gorton, 1988).
2. Apego, habilidades sociales y desarrollo de la autoestima.
Lo propio del apego es la apertura a la comunicación. Estar apegado es lo mismo que estar abierto. Si el niño no precisara de esa apertura afectiva y cognitiva, el mismo comportamiento de apego resultaría incomprensible.
La alta estima que el niño experimenta por su figura de apego, ¿no estará acaso relacionada con los protosentimientos que en sí mismo percibe, como consecuencia del comportamiento de aquella? Dicho de otra forma: las caricias, atenciones y cuidados que recibe de la figura de apego hacen que estime en mucho a esa persona.
Pero ello resultaría incomprensible si esas caricias, atenciones y cuidados que recibe no suscitaran en él una cierta experiencia interna -más o menos emotiva al inicio de este proceso-, que va más allá de lo que es sólo agradable.
La estima que el niño experimenta ante su madre está entrelazada y como fusionada con la propia autoestima, que la estimación por su madre le condiciona, remite y hace que surja su autoestima personal, aunque todavía sea en un estado incipiente.
El comportamiento infantil sigue una secuencia, hoy mejor conocida que antaño, en lo relativo a la emergencia de las habilidades sociales. Durante el primer mes de vida, la conducta del bebé es innata, y está caracterizada por respuestas de orientación, señalización, proximidad y contacto corporal. Es, pues, una conducta social indiferenciada.
Sin embargo, a partir del segundo mes de vida, el bebé distingue entre los objetos animados e inanimados, distinción que puede ser comprendida en virtud de la integración de ciertos pre-conceptos (es lo que se correspondería con la etapa de asimilación y acomodación, según Piaget).
Mediante la simple observación de sus movimientos corporales y de la atención puede apreciarse, durante este mes, si un bebé responde de forma diferencial a un objeto inanimado o a una persona.
La respuesta del bebé a los objetos tiene una mayor versatilidad, alternando la atención intensa y la excitación. Su respuesta a las personas, en cambio, es más armónica y suave, a la vez que disminuye la excitación.
La habilidad para distinguir entre la actividad (de los objetos vivos) y la cualidad estática (de los objetos inanimados) tiene su fundamento en un proceso de asimilación.
En este proceso, el niño pasa de disponer de un «esquema visual» (inicialmente unitario) a diferentes esquemas visuales «<sociales» e “inanimados»). El bebé clasifica a las personas dentro de la categoría de objetos-sujetos vivos, pero todavía no es capaz de diferenciar a la madre del resto de las personas.
La teoría del apego, tal y como se formula en la actualidad, ha dado un mentís rotundo a los «modelos prácticos del mundo y de sí mismo», que cada niño «construye», en virtud de cuál sea la interacción que haya tenido con sus padres. Es precisamente esta experiencia la que probablemente condicionará en el futuro sus expectativas y planes de acción, es decir, sus proyectos.
El modo en que el niño construye el concepto que de sí mismo tiene, a partir de las interacciones con sus padres, es de vital importancia para su futuro.
El modelo práctico que el niño configura será tanto más seguro, y vigoroso, estable y confiado cuanto mejor apegado haya estado a su madre, cuanto más accesible y digna de confianza la haya experimentado, cuanto más disponible, estimulante y reforzadora haya sido su conducta y lo mismo cabe decir respecto de su padre.
Por contra, el modelo práctico que de sí mismo tiene el niño será tanto más inseguro, débil, inestable y desconfiado en función de que perciba y/o atribuya a la interacción con sus padres más rasgos de hostilidad, desconfianza, rechazo o dudosa accesibilidad.
Esos modos de intuir quién se es, en qué mundo se vive y cómo comportarse en él están trenzados por el tipo de apego de que se haya dispuesto, lo que a su vez depende del tipo de interacciones que se hayan llevado a cabo entre los padres y el niño.
No hay que olvidar que de estos modelos prácticos que el niño construye va a depender, en alguna forma, el modo en que más tarde supone serán los modos en que los otros respondan a su comportamiento, dependiendo de ello su valía personal, su estilo emocional; en una palabra, su auto concepto y autoestima.
Conclusión: El apego describe la necesidad básica que experimenta todo niño de buscar, establecer y mantener cierto grado de contacto físico y cercanía con las figuras vinculares, a cuyo través moldea y configura las experiencias vivenciales de seguridad, confianza, emocionalidad y autoestima, tanto referidas a sí mismo como a los otros y al mundo.
3. Apego paterno
Los roles masculinos y femeninos son interdependientes , así como lo son los roles paterno y materno, fundados en aquellos. No hay maternidad completa sin paternidad y viceversa.
El padre y la madre no solo son necesarios a los hijos, sino que se necesitan uno al otro. El padre no solo es el contenedor y confirmador natural de los hijos sino del grupo familiar completo, es el que dice que no tanto al hijo como a la madre, lo cual permite diferenciar a los dos padres.
Es el que declara la prohibición, es decir el que pone el límite de lo posible, es el mediador entre el niño y la realidad, permite al hijo tomar iniciativas, porque él ocupa una posición de tercero, de compañero de la madre y no de madre bis.
Con el Padre el chico va descubriendo que él no hace la ley sino que existe una ley fuera de él. Además, gracias a la relación con el padre, tanto el niño como la niña adquieren su identidad sexual. En la medida en que la madre da lugar en el ámbito familiar a la figura paterna va a permitir a los hijos situarse sexualmente. La madre ajusta su accionar acotándolo al accionar de un marido-padre.
La actual desintegración familiar tiene una causa principal: la ausencia del Padre. Esto tiene mucho que ver con el aumento de la violencia juvenil, las adicciones, etc. Los niños sin papas tienen deficiencias de conexión con lo real, por falta de sentido de los límites que es tarea del padre.
Al respecto, Claudio Risé, sociólogo y psicoanalista francés jungniano, en la obra “el Padre Ausente”, ha estudiado las consecuencias sociales de la ausencia del Padre. Hay datos muy significativos: 85% de los jóvenes encarcelados en Estados Unidos han crecido sin su Padre y el 75% de los suicidas lo mismo.
Risé escribe: “la desaparición después de medio siglo del rol de padre en la organización de las energías del niño y en su iniciación a la sociedad señala una ruptura antropológica entre el hombre y la cultura masculina precedente”. Más adelante el autor señala que la autoridad paternal es constitutiva de la personalidad del niño y una condición de su desarrollo.
En diversas investigaciones se ha comprobado que los niños, cuyos padres están frecuentemente ausentes, tienen menos simpatías y gozan de relaciones menos satisfactorias con sus compañeros (Stolz, 1954; Lynn y Sawrey, 1959; Polaino-Lorente, 1993b), al tiempo que presentan un menor desarrollo cognitivo (Pedersen, Rubinstein y Yarrow, 1979) en relación con los niños que gozan de la presencia regular y estable con sus respectivos padres.
La autoestima de los hijos varía mucho de unos casos a otros, en función de cómo se haya llevado a cabo el apego respecto de sus padres varones.
Hay algunos ejemplos elocuentes de ello. Es lo que sucede, por ejemplo, con emociones de vital importancia como la cercanía, la admiración, la autoexigencia o el tratar de no defraudar la confianza que el otro ha puesto en ellos.
En efecto, si se ha producido una temprana cercanía entre padres e hijos, no sólo aumenta en los hijos la seguridad en sí mismos, sino también la naturalidad, la espontaneidad y la sinceridad.
Donde hay confianza no es posible el temor. Esta confiada cercanía permite vivir el respeto sin servilismos ni temores, lo que fortalece la autoestima y también el respeto que a sí mismos han de tenerse.
La admiración que los hijos experimentan respecto de sus padres varones les lleva a diseñar un modo de comportamiento para ellos mismos en el que esa admiración esté también presente.
Los hijos quieren ser admirados y reconocidos del mismo modo en que lo han sido sus padres para ellos. ¿Está esto muy lejos de la autoestima? Es cierto que tal admiración puede haber sido idealizada en extremo. Pero eso importa menos que carecer de ella. Ya la vida con sus sinsabores y limitaciones les pondrá en el lugar que les corresponde.
Algo parecido sucede respecto de la autoexigencia. Los niños observan cómo los padres varones se exigen a sí mismos y también a ellos exigen. Pero esas exigencias serán tanto mejor toleradas si se han visto previamente realizadas en el comportamiento paterno y, muy especialmente, si tales exigencias van entreveradas con el sentimiento de admiración hacia el padre.
Aquilino Polaino Lorente describe ciertas actitudes de parte de los padres-educadores para un buen desarrollo de la autoestima:
- Aceptación incondicional, total y permanente de los hijos, con independencia de sus cualidades y formas de ser.
- Afecto constante, realista y estable, sin altibajos o cambios bruscos como consecuencia de las variaciones del estado de ánimo, de la impaciencia o del cansancio de los padres.
- Implicación de los padres respeto de la persona de cada hijo, de sus circunstancias, necesidades y posibles dificultades.
- Coherencia personal de los padres y el hecho de que dispongan de un estilo educativo que esté presidido por unas expectativas muy precisas y que se establezcan unos límites muy claros.
- Valoración objetiva del comportamiento de cada hijo, motivándoles a que sean ellos mismos, elogiando sus esfuerzos y logros, y censurándoles sus yerros y defectos.
- Proveerles de la necesaria seguridad y confianza, que les reafirma en lo que valen y les permite sentirse seguros de ellos mismos.
4. Valores, autoestima y familia
No hay autoestima sin valores. Pero tampoco hay valores que inicialmente no se nos hayan dado o mostrado por alguien. Es muy difícil que un valor, al modo de los atributos personales, haya surgido ex novo en una persona.
Los valores que adornan, por lo general, a cualquier persona le han sido donados. Otra cosa es que, luego, hayan sido desarrollados más o menos por esa persona, en función de cómo se haya esforzado y empleado su propia libertad.
Sería erróneo autoestimarse sólo en función de los valores «conquistados». Como si estos no hubieran crecido a partir de los «dados».
Es lógico que la autoestima se acune en la familia y, más especialmente, en la trama de las relaciones entre padres e hijos. De los padres procede no sólo lo «dado» -con ser esto muy valioso e importante-, sino también la misma existencia personal, es decir, la propia vida que es condición de posibilidad de cualquier otro valor, y sin la cual no puede haber ningún otro.
Incluso el mismo hecho de que los valores que le han sido dados a la persona puedan acrecerse, así como la vigorización o robustecimiento de cualquier otro que sea relativamente ajeno a lo «dado», por modesto que fuere, depende de la familia.
En conclusión, que la autoestima de las personas es posible gracias a la previa estimación y gratitud en el origen de sus padres, en particular -que les trajeron a la existencia: la estimación máxima-, y de su familia, en general, en cuyo ámbito se pusieron las condiciones necesarias para su permanencia, crecimiento, desarrollo y maduración.
Para superar la actual crisis familiar lo primero es recuperar el sentido de familia, redescubrir la experiencia del parentesco y la diferenciación y secuenciación temporal de las generaciones llamada educación ancestral.
Oración por la familia
Santa Familia de Nazaret, hoy te pedimos por nuestra familia.
Que podamos crecer en la Fe, la Esperanza y el Amor.
Danos tu sabiduría para conocernos y aceptarnos como somos.
Danos tu ternura, para perdonar y sanar nuestras relaciones.
Danos tu alegría, para celebrar el don de estar unidos.
Guíanos por el camino del bien y de la paz.
No permitas que nos falte el pan de cada día
Y el trabajo que tanto necesitamos.
Sagrada Familia de Jesús, María y José. Cuida siempre la vida y la salud de cada uno de nosotros, y recibe en el cielo a nuestros difuntos.
Bendice nuestro hogar y gracias por estar siempre a nuestro lado.
Amén.
Soy Jorge Pablo Vergara, psicólogo
Experto en temas de familia. Formo parte de …
PSICÓLOGOS CATÓLICOS.
Recuerda que, si has intentado hacer algún cambio y no lo has logrado, o estás pasando por algún momento de dificultad o de crisis; existen profesionales (Psicólogos Católicos), que pueden acompañarte en el proceso y ayudarte a trabajar en ello.
Un Psicólogo Católico es un profesional de la Psicología, con un enfoque científico, fundamentado en la antropología cristiana-católica.