¿Qué pasó el Jueves Santo y quiénes estuvieron presentes? Te cuento cómo Jesús miró a cada uno de ellos
Llega el Jueves Santo y quiero que mientras recordamos lo que pasó ese día… pensemos por un momento en las miradas de Jesús.
Si pensamos en lo que pasó el Jueves Santo, encontramos 4 relatos fundamentales: el lavatorio de los pies, la Última Cena y la oración en el Huerto de los Olivos, que termina con el prendimiento de Jesús.
En cada uno de estos momentos hay diferentes personajes, conversaciones, actitudes.
Quiero que nos detengamos a reflexionar, por unos instantes, en las miradas de Jesús hacia cada una de estas personas.
Todo un Dios lavando los pies de sus discípulos
¿Cómo miraría Jesús a Judas?
Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón.
El propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó.
Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. (Jn 13, 2-5)
Me imagino las miradas que se cruzan entre Jesús y Judas. Ambos saben lo que va a pasar.
Judas en su corazón ya ha elegido traicionarlo. Aún en ese momento, Jesús se abaja delante de él y lava sus pies.
No me alcanzo a imaginar el dolor de Jesús en este momento en el que ama a su elegido y sabe que su corazón está lejos de Él. Jesús se da como siervo… y Judas le rechaza.
Jesús lo mira con amor y deseo de penetrar en las oscuridades de su pecado… y él se niega a ser sanado por Jesús.
Pregúntate: ¿cuántas veces miro a otro lado mientras Jesús me da más de lo que me merezco?, ¿cuántas veces le he tenido cerca y lo he ignorado, siguiendo mis propios deseos?
¿Cómo miraría Jesús a Pedro?
Llega a Simón Pedro; éste le dice: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?» Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde.» Le dice Pedro:
«No me lavarás los pies jamás.» Jesús le respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo.»
Le dice Simón Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza.» Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos».
Sabía quién le iba a entregar. Por eso dijo: «No estáis limpios todos».
Después de lavarles los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy.
Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. (Jn 13, 6-14)
Pedro, Pedro… tan pronto para hablar. Jeús lo conocía a la perfección y lo eligió así. De la misma manera me ha elegido a mí y a ti.
Jesús miró con una dulzura a ese discípulo que eligió para construir su Iglesia.
¡Cuánto confía en él! Sabe que en la prontitud que tiene para responder siempre le muestra lo mucho que le ama.
Jesús sabe que Pedro y cada uno de nosotros nos equivocamos constantemente, pero que le quiere y le queremos con sinceridad.
Que aunque nos caigamos, nos levantamos con fuerza para seguirle. Fallamos, pero queremos ser cada día mejores.
Jesús nos conoce. A Él no le podemos esconder nada. Su mirada nunca es de reproche o de juicio, sino de comprensión y confianza.
Él sabe que, aunque nos equivocamos, si le dejamos hacer lo que quiere en nuestra vida, si le dejamos entrar, con su gracia seremos capaces de cosas inimaginables.
¿Qué pasó el Jueves Santo en la Última Cena?
¿Cómo miraría Jesús a Juan?
En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado.»
Cuando dijo estas palabras, Jesús se turbó en su interior y declaró: «En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará.»
Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la mesa al lado de Jesús. Simón Pedro le hace una seña y le dice: «Pregúntale de quién está hablando.»
El, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice: «Señor, ¿quién es?» (Jn 13, 20-25)
Una mirada de amor y de confianza. Juan, el discípulo amado por Jesús, recostando su rostro en su pecho le pregunta por la traición y lo mira con amor y resignación.
Él bien sabe lo que viene, sabe lo que va a pasar y sigue ahí, con sus discípulos, amándolos, alimentandolos.
Ahí estamos nosotros también. Nos está dando la Eucaristía. El milagro más grande de amor que podíamos recibir.
Comulgar su Cuerpo y su Sangre y entrar en una comunión de amor.
Los discípulos no saben lo que pasa y no entienden muchas de las palabras que pronuncia Jesús, pero sì comprenden que su mirada es diferente. Algo pasa y se ve en su rostro.
¿Cómo miraría Jesús a Judas?
Le responde Jesús: «Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar.» Y, mojando el bocado, le toma y se lo da a Judas, hijo de Simón Iscariote.
Y entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Jesús le dice: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto.» (Jn 13, 26-27)
Me impresiona pensar en este momento. Jesús sabe lo que va a pasar. Judas delante de Él lo mira y Jesús le dice con paz: «haz lo que vas a hacer».
No lo mira con resentimiento o con odio, sino con la resignación de aquel que sabe que es capaz de sacar el mayor bien del mal.
Jesús conoce el dolor de la traición y sigue amando. Él es capaz de traer del dolor la salvación y eso hace.
En este momento podemos ver la maravilla de lo que llamamos la «permisión divina». Jesús permite que pasen cosas malas porque conoce que de ellas pueden salir cosas buenas. Sabe que de esta traición llegará nuestra salvación.
¿Cómo miraría Jesús a Tomás?
Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros.
Y adonde yo voy sabéis el camino». Le dice Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?».
Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto.» (Jn 14, 3-7)
Jesús sigue enseñando, hasta el último momento. Continúa hablando del deseo que tiene de que lleguemos al Cielo.
Me imagino su mirada ilusionada. Jesus mira con entusiasmo, invitándonos a la gran fiesta del Cielo.
Aquí Jesús mira a su querido Tomás. Me imagino que, conociéndolo, debió sonreír ante esta pregunta.
Nuestra ignorancia y dudas no le generan impaciencia, sino que comprende que tenemos limitaciones.
Nos conoce tal cual somos y sabe lo que puede esperar de nosotros. Así nos mira, con cariño, cercanía y amistad.
¿Qué pasó el Jueves Santo en el Monte de los Olivos?
Y cantados los himnos, salieron hacia el Monte de los Olivos.
Entonces les dice Jesús: «Todos vosotros vais a escandalizaros de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño .
Mas después de mi resurrección, iré delante de vosotros a Galilea.» (Mt 26, 30-32)
Después de cantar himnos, es decir de compartir un tiempo de oración y fraternidad con sus hermanos y discípulos, avisa lo que le va a pasar. Los mira con atención y alerta, pero con confianza.
Jesús los mira con la confianza de que, aunque en este momento no entienden, están escuchando y pronto entenderán todo lo que les ha enseñado.
¿Cómo miraría Jesús a Pedro y los hijos de Zebedeo?
Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia.
Entonces les dice: «Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo.»
Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú.»
Viene entonces donde los discípulos y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: «¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo? (Mt 26, 37-40)
Unas palabras de dolor y una mirada de tristeza. No han podido quedarse velando con Jesús, no le han podido acompañar.
Les vuelve a dar la oportunidad y así es con cada uno de nosotros. Nos invita y lo rechazamos porque estamos cansados, porque no nos apetece, y, aún así, sigue esperando y confiando en nosotros.
Esto no quiere decir que no le duela nuestra negativa, sino que sigue confiando en nosotros.
Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados. Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras.
Viene entonces donde los discípulos y les dice: «Ahora ya podéis dormir y descansar.
Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos!, ¡vámonos! Mirad que el que me va a entregar está cerca.» (Mt 26, 43-46)
Pudiendo mirar a Pedro diciendo «¿no decías que hasta morirías por mí? ¡No has sido capaz de velar una hora!», no lo hace.
Permite que nos quedemos en nuestro egoísmo y confía en que en algún momento seremos capaces de responder a sus peticiones.
Jesús sabe que no podemos hacer nada sin Él y nos tiende la mano para ayudarnos y guiarnos.
Me imagino su mirada de desilusión, pero al mismo tiempo de comprensión: no hemos sido capaces.
Jesús quiere darnos la gracia para poder seguirle. Por eso camina con firmeza hacia el tormento que le aguarda.
Prendimiento de Jesús
Judas, pues, llega allí con la cohorte y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas. Jesús, que sabía todo lo que le iba a suceder, se adelanta y les pregunta:
«¿A quién buscáis?» Le contestaron: «A Jesús el Nazareno.» Díceles: «Yo soy.» Judas, el que le entregaba, estaba también con ellos.
Cuando les dijo: «Yo soy», retrocedieron y cayeron en tierra (Jn 18, 3-6).
Jesús es entregado por su amigo, por aquel con el que compartió comidas, conversaciones, risas y alegrías.
Lo entrega en el que confió y no lo mira con resentimiento. Jesús lo permite, deja que le encuentren.
No se esconde ni huye, sino que con firmeza se presenta delante de los que le quieren enjuiciar.
Jesús lanza una mirada de fortaleza y sigue adelante. Su serenidad viene del amor que tiene en su corazón.
Poder amar hasta a sus enemigos le hace no tener miedo y seguir proclamando que es el Mesías, el Rey del Universo.
Es el que por amor se entrega y nada va a hacer que se aleje de sus amados, ni siquiera el hecho de que somos nosotros los que le hemos entregado y los que le haremos sufrir camino de la Cruz.
¿Cómo miraría Jesús a Pedro y Malco?
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha.
El siervo se llamaba Malco. Jesús dijo a Pedro: «Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?» (Jn 18, 10-11)
«¿Ahora sí, Pedro? No pudiste quedarte despierto para no caer en la tentación. No pudiste orar conmigo para tener la fuerza para llevar adelante el plan de mi Padre».
Esto podría haber dicho Jesús, pero no lo hace. Defiende al que le quiere entregar y frena a los que le quieren defender.
No hay amor más grande que el de aquel que entrega su vida por sus amigos, y lo hace con serenidad.
Las miradas de Jesús dejan ver su valentía y su fuerza. Su determinación y la estabilidad de un amor que no flaquea en la dificultad. ¡Yo quiero aprender a amar como Él!
¿Cómo miraría Jesús a los guardias?
En aquel momento dijo Jesús a la gente: «¿Como contra un salteador habéis salido a prenderme con espadas y palos?
Todos los días me sentaba en el Templo para enseñar, y no me detuvisteis. Pero todo esto ha sucedido para que se cumplan las Escrituras de los profetas.»
Entonces los discípulos le abandonaron todos y huyeron (Mt 26, 55-56).
Jesús se deja capturar como si fuera un malhechor, pero su único delito ha sido amar y servir. Será enjuiciado por hacerse Hombre, por encarnarse de María, por venir a este mundo a salvarlo.
Tantas veces dijo quién era y no escucharon.
En este momento, se entrega a la voluntad del Padre y camina con la fuerza de saber que todo es para bien de estos que le ven y todavía no han visto la grandeza de su amor.
Jesús mira sabiendo que pronto verán y entenderán. Él allanará el camino de la fe de tantos que en este momento creen que miente, que ha blasfemado.
¿Cómo miraría Jesús a los sumos sacerdotes?
Los sumos sacerdotes y el Sanedrín entero andaban buscando un falso testimonio contra Jesús con ánimo de darle muerte,y no lo encontraron, a pesar de que se presentaron muchos falsos testigos (Mt 26, 57-58).
Jesús ve la maldad en el corazón de los que lo juzgan y los mira con amor. ¡Enséñanos, Jesús a ser capaces de hacer lo mismo!
Muchas veces nos injurian y nosotros, a diferencia suya, nos quejamos, renegamos y hasta nos enfadamos.
Quiero aprender de Jesús a ser manso y humilde. Él no exclama ninguna palabra y deja que lo calumnies.
Suave y sereno, sin perder nunca la paz, permanece de pie delante de sus enjuiciadores, dándoles la gracia del perdón.
¿Cómo miraría Jesús a aquellos testigos?
Al fin se presentaron dos, que dijeron: «Este dijo: Yo puedo destruir el Santuario de Dios, y en tres días edificarlo.»
Entonces, se levantó el Sumo Sacerdote y le dijo: «¿No respondes nada? ¿Qué es lo que éstos atestiguan contra ti?» (Mt 26, 59-62).
Y así es… no responde nada. No se justifica, no buscas excusas. Calla y en silencio permite que le torturemos.
Nos mira con compasión, sabiendo que no entendemos, que no sabemos realmente quién es.
Jesús podría acabar con todos nosotros en un solo instante, pero por amor no lo hace.
Deja que digamos lo que sea, conoce cuál será el final y sigue ahí como un manso cordero que será condenado por el bien del mundo.
Fuente: CatholicLink