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Día de muertos ¡Pon tu altar! ❤

Llegó el día de muertos, es hora de que pongas tu altar. Aquí te cuento un poco acerca de nuestras tradiciones, cómo las vivimos en familia y sobre todo el llamado que tenemos a la vida eterna. Un motivo especial para poner un altar distinto este año. 

México es un país de tradiciones. 

Aproximándose el 2 de noviembre (día en que la Iglesia recuerda a todos los fieles difuntos), las familias mexicanas preparan en su casa un altar, en donde se ponen los alimentos y las cosas que les ayudan a recordar a sus seres queridos. 

Sin embargo, ¿alguna vez hemos pensado en la relación que hay entre el altar de difuntos y nuestra fe en la vida eterna?

El altar de difuntos y la vida eterna.

El día de muertos en México se caracteriza por diferentes colores, olores y sabores, pues para los católicos la muerte no representa una ausencia sino una presencia viva y la festividad, por tanto, es un símbolo de la vida después de la muerte que se materializa en el altar que colocamos en recuerdo de nuestros difuntos. 

La celebración del Día de Muertos.

Se lleva a cabo los días 1 y 2 de noviembre, la cual varía de estado en estado, de municipio en municipio y de pueblo en pueblo.

Sin embargo, en todo el país se sigue un mismo principio: reunir a las familias para dar la bienvenida a sus seres queridos que los visitan del más allá y ofrecer oraciones, misas y rezos por el eterno descanso de amigos y familiares.

¿Qué hay detrás de todos estos símbolos, algarabía, añoranza, cantos y tradiciones que se observan?

Todos anhelamos una vida segura, un amor estable, algo que perdure en esta vida. Gastamos la vida en encontrar que nos amen y que, cuando ya no estemos en este mundo, la gente nos recuerde. 

Tenemos deseos de vivir por mucho tiempo, disfrutando de nuestros amigos y seres queridos, olvidándonos muchas veces de lo frágiles que somos. 

Principalmente en estos tiempos, que pudimos palpar esa fragilidad con la pandemia, y percibir a la muerte muy de cerca nos hizo ser más conscientes de nuestros límites. 

Es allí que saltan las inseguridades de la vida y nos cuestionamos: 

¡Quiero saber más del retiro!

¿En dónde está puesta mi fe y mi esperanza: en la riqueza que se esfuma cuando los gastos son incontrolables, en la belleza y la juventud que se van conforme pasa el tiempo, en el trabajo que es tan volátil y que no es seguro de conservarse? 

¿O en algo más que trasciende todo esto y que me garantiza algo que ni la riqueza, ni el bienestar socioeconómico, ni el buen comer ni el buen vivir pueden darme?

El dinero nunca ha podido comprar la vida… 

Pero nosotros somos del linaje de Dios, somos su estirpe, su raza: somos sus hijos, y en ese sentirse hijo podemos reconocer que estamos llamados a la eternidad (la vida después de la muerte representada por esa ofrenda de la que creemos que nuestros seres queridos y amigos vienen a degustar la esencia de sus platillos predilectos). 

El gran regalo de Dios para sus hijos es la vida, y esa es la esperanza de cada hijo de Dios, pues el que cree en el Hijo vive la vida eterna (Jn 3,36).

Todo lo que vivimos en esta vida es lo que nos llevará a gozar de la vida eterna; todo católico que reconoce esto está llamado a vivir la vida eterna en la tierra y disfrutar de la presencia de Dios.

Desde ahora, está llamado a dedicar esta vida a amar a nuestro prójimo, pues como nos lo dice San Juan, “nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1 Jn 3,14).

A lo largo de mi existencia me he topado con muchas personas que piensan que todo termina con la muerte, que ya no hay más. 

Hay personas que dudan que exista algo después de la muerte; otros más creen en la reencarnación; hay personas sumidas en la depresión porque la vida se les ha ido con el ser querido que partió.

Todas ellas no comprenden en qué consiste la vida eterna: “¿acaso no he sido bueno toda mi vida? ¿Acaso le hice daño a alguien? Y si muero, ¿ya nada importa?”.

La vida eterna

Es conocer a Dios, disfrutar de su presencia y tener fe que después de la muerte existe la vida, pues seríamos los más dignos de compasión si esto no sucediera, como apuntaba San Pablo en alguna de sus cartas. 

En efecto, no tenemos un Dios de muerte, sino un Dios de vida que nos ofrece una habitación en su morada.

Esta vida (que muchos atesoramos, sobrevaloramos o desestimamos) es frágil. He observado en muchas ocasiones a personas que se enriquecen con lo que le quitan a los demás.

Personas que no les basta todo lo que ya tienen sino que ambicionan más, dejando a los pobres más pobres; personas que buscan trascender y que anhelan que el día de mañana tal edificio o tal ciudad tengan su nombre para que se le recuerde por siempre. 

¿Acumular en la tierra?

¿De qué nos sirve acumular tanto en la tierra si, al dejar de existir, lo que dejamos en este mundo no nos garantiza que nuestro recuerdo perviva?

¿No sería mejor acumular para la vida eterna y tener esa certeza de que ya se tienen puntos para tu habitación en el cielo? ¿De qué nos sirve ganar el mundo si perdemos la vida?

¿Cómo vivir esta vida eterna?

La vida eterna supone gestar la Palabra de Dios en nosotros, dejar que esa palabra crezca en nuestro interior y nos lleve a crecer en el amor de Dios, hacia Dios y hacia los hombres. 

Por la Palabra de Dios podemos conocerle y vivirnos como verdaderos hijos suyos, pues nos une a Cristo en una comunión que nos lleva a vivir esa eternidad acrecentando nuestra fe en que la vida no termina cuando el corazón deja de latir, sino que ese es el siguiente paso para vivir una nueva vida, una vida de cara a Dios.

Ese es el anhelo del hombre: ¡cuántas veces hemos escuchado, cuando alguien fallece, que ya está con Dios! Que no solo sea una frase sino una afirmación, procedente de la certeza de cada uno de la misericordia que Dios tiene con nuestra vida.

Cuando creemos en la vida eterna, cuando hemos descubierto el gran amor que Dios nos tiene y que, en algún momento, podremos llegar ante Él y gozar de su Amor por toda una eternidad, las preocupaciones de este mundo tienen otro peso y otro sentido: 

Ahora, toda nuestra vida debe estar enfocada a no perder el camino para llegar a ese Amor. Es como cuando el profesor en una escuela le dice a los muchachos al inicio del ciclo escolar: “desde este momento todos tienen 10: ahora consérvenlo”. 

No estamos solos en esos esfuerzos

Por Cristo, con Cristo y en Cristo formamos parte de una comunidad en la que nos acompañamos en el camino; en donde, si uno tropieza, otro está dispuesto a ayudarle; en donde, si uno fallece, los demás pedimos a Dios por su eterno descanso. 

Esa misma comunidad (la Iglesia) se hace más que presente en torno al altar: recordamos a nuestros difuntos, las anécdotas que tenemos de ellos, oramos por su eterno descanso y buscamos que esta tradición siga viva para recuerdo de las generaciones venideras.

Día de muertos

Una visión distinta

En estos días que estamos por vivir en familia, veamos de forma distinta el altar de muertos: que no sea solo una tradición que se cumple por cumplir; que no sea solamente fruto del afán que tenemos por “pasarla bien”, por comer y beber lo que en otros días no solemos consumir, sino que sea una invitación a ver hacia el otro lado de la puerta: 

Ver el altar como una invitación a que seamos constantes en el camino de la fe para poder llegar a disfrutar de la vida eterna, junto con todos nuestros seres queridos que gozan de la presencia de Dios. 

Que sea una invitación, el 2 de noviembre, a pedir por el eterno descanso de nuestros familiares y amigos: no ofrendes solamente comida o bebida, sino también tu oración; no ofrendes solamente las cosas que te recuerden a tu difunto, sino también tu comunión en misa.

Y al celebrar el día de muertos en familia sea un fuerte testimonio de la fe que tenemos en la vida eterna, como decimos cada que recitamos el Credo, pues estamos llamados a proclamar este mensaje de vida eterna a un mundo inmerso en la cultura de la muerte, de lo inmediato, de lo desechable. 

Un mundo que vaga sin esperanza, un mundo que ha dejado de creer y que se ha vuelto un montón de huesos secos (cf. Ez 37-1-14). ¿Podrán revivir estos huesos? Si tienes fe, lo verás.

Ve y haz lo mismo

Te exhortamos a que en este año coloques tu ofrenda de una manera distinta, colocando citas de la Biblia que hablen de la vida eterna.

Oremos

Finalmente, te invitamos a meditar esta oración del papa Francisco que ofrece por todos los fieles difuntos:

Dios de infinita misericordia, confiamos a tu inmensa bondad
a cuantos han dejado este mundo para la eternidad,
donde tú esperas a toda la humanidad,
redimida por la sangre preciosa de Jesucristo,
muerto en rescate por nuestros pecados.
No mires, Señor, tantas pobrezas, miserias y debilidades humanas
con las que nos presentaremos ante el tribunal
para ser juzgados para la felicidad o la condena.
Míranos con la mirada piadosa
que nace de la ternura de tu corazón,
y ayúdanos a caminar en el camino de una completa purificación.
Que ninguno de tus hijos se pierda en el fuego eterno,
donde ya no puede haber arrepentimiento.
Te confiamos, Señor, las almas de nuestros seres queridos,
y de las personas que han muerto sin el consuelo sacramental
o no han tenido manera de arrepentirse
ni siquiera al final de su vida.
Que nadie tenga el temor de encontrarte
después de la peregrinación terrenal,
en la esperanza de ser acogidos
en los brazos de la infinita misericordia.
La hermana muerte corporal
nos encuentre vigilantes en la oración
y llenos de todo bien,
recogido en nuestra breve o larga existencia.
Señor, que nada nos aleje de ti en esta tierra,
sino que en todo nos sostengas
en el ardiente deseo de reposar serena y eternamente.
Amén.

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