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El acto conyugal: ¿un camino hacia la santidad en el matrimonio?

A menudo se piensa que la sexualidad es algo totalmente ajeno a Dios, como si perteneciera únicamente al ámbito humano y natural, sin relación con lo trascendente o espiritual.

Esta visión, bastante extendida incluso entre creyentes, concibe la sexualidad matrimonial como algo bueno, pero limitado a simples momentos de placer o unión, sin conexión con la santidad ni la gracia.

Sin embargo, sucede todo lo contrario. La sexualidad está íntimamente unida a nuestra dimensión espiritual, y el modo en que la vivamos puede hacernos más plenos y conducirnos al camino de la santidad.

Esto se aplica a todos los estados de vida, aunque en este texto nos centraremos en el matrimonio, donde la vivencia sexual adquiere un significado profundamente vocacional.

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La sexualidad: parte esencial de la espiritualidad humana

La sexualidad no es un añadido, sino un elemento constitutivo de la persona. Atraviesa todas las dimensiones del ser humano: cuerpo, mente, espíritu y vida social.

Por eso, la manera en que la vivamos repercute en nuestra espiritualidad, y la calidad de nuestra vida espiritual influye también en nuestra vivencia sexual.

En sentido amplio, la sexualidad abarca tanto nuestra existencia como varón o mujer como la experiencia del deseo, expresión natural del anhelo de comunión que todos llevamos dentro.

Según nuestra vocación y estado de vida, Cristo nos llama a vivir la sexualidad de un modo propio y concreto.

Dios nos revela que la diferencia sexual tiene como fin invitarnos a salir de nosotros mismos para entregarnos en una comunión de amor, imagen y semejanza del amor trinitario.

Por ello, la vida sexual encuentra su marco pleno de donación y fidelidad en el matrimonio, donde el acto conyugal es expresión de amor total y abierto a la vida.

Otras vocaciones también implican entrega, pero sin la vivencia sexual activa. Un sacerdote que acompaña matrimonios lo resume así:

“En la intimidad sexual, la persona se muestra tal cual es: con sus grandezas o miserias, con su amor o su egoísmo”.

La sexualidad, al ser tan constitutiva, revela lo que somos realmente. No admite máscaras: es un espejo del corazón. Como explica el sacerdote José Noriega:

“en la unión sexual, la carne se hace transparencia de la persona, de su voluntad y de su intencionalidad” [1].

En el cuerpo expresamos lo que el alma desea manifestar, mostrando así la profunda unión entre sexualidad y espiritualidad.

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La promesa de trascendencia en la relación sexual

José Noriega inicia su obra El destino del eros con una frase provocadora:

“La sexualidad promete mucho, pero cosecha poco”.

La atracción sexual promete plenitud y felicidad total, pero el placer en sí mismo no puede colmar el anhelo más profundo del corazón humano.

Ni siquiera la unión física con otra persona basta para satisfacer la sed infinita de amor que habita en nosotros.

La sexualidad revela el misterio del otro y nos recuerda nuestra necesidad de comunión.

En ella se expresa tanto nuestra pobreza y soledad como la promesa de plenitud que el amor humano vislumbra.

Pero esa plenitud no se encuentra en el placer ni en la otra persona, sino en Dios, fuente y fin de todo amor auténtico.

Cuando los esposos reconocen a su Creador como partícipe de su amor, la sexualidad adquiere una dimensión que la trasciende y la ennoblece.

El placer se transforma en gozo duradero, porque en el acto conyugal no sólo se unen entre sí, sino también con Dios, fuente del amor verdadero.

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El acto conyugal como liturgia y oración

El acto conyugal no es una acción puramente humana ni exclusiva de los esposos: vivido en su verdad, es un acto de entrega a Dios.

El amor conyugal no es un asunto de dos, sino de tres: esposa, esposo y Dios.

San Juan Pablo II, en su Teología del Cuerpo, explica que en la unión sexual de los esposos se realiza una auténtica “liturgia de los cuerpos”.

A través del lenguaje corporal, los cónyuges expresan visiblemente la realidad invisible del alma: el don total de sí mismos.

Este lenguaje posee una verdad objetiva inscrita por el Creador, que invita a vivir la unión en fidelidad y apertura a la vida.

Cuando los esposos descubren y respetan esta verdad, su intimidad se convierte en un momento sagrado de oración y alabanza, donde el gozo y la ternura se integran en el amor eterno de Dios.

Lejos de ser monótona o fría, esta vivencia es profundamente alegre y creativa, porque se renueva en la donación total de cuerpo y alma, reflejo del amor de Cristo Esposo por su Iglesia.

Así, el acto conyugal se convierte en una liturgia de amor, en la que el lecho matrimonial se transforma en un altar de entrega y donación.

Allí, los esposos viven un anticipo del gozo eterno prometido en el Cielo.

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El acto conyugal: camino de gracia y santidad

El acto conyugal es camino de santificación porque en él los esposos se comunican la gracia.

En el sacramento del matrimonio, la unión sexual consuma y sella la alianza, siendo medio de gracia recíproca. Como enseña José Noriega:

“El cónyuge cristiano puede transmitir a su amado, en la sexualidad, no sólo una compañía recíproca, sino también el don del Espíritu” [2].

Dios se hace presente en el amor conyugal, pues nada de lo humano le es ajeno, incluida la sexualidad que Él mismo ha creado.

El matrimonio es una vocación en la que cada cónyuge ayuda al otro a avanzar en el camino de la santidad.

Esto ocurre a través de los múltiples gestos de amor diario, y también en la intimidad sexual, cuando es vivida conforme a la verdad del amor: buscando el bien del otro, respetando el designio de Dios y creciendo juntos en la virtud de la caridad.

Referencias

[1] J. Noriega, El destino del eros, Palabra, Madrid, 2007, p. 290.
[2] J. Noriega, El destino del eros, cit., p. 296.

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