Las 7 palabras
Te has preguntado ¿Qué tienen que ver con tu vida las 7 palabras que dijo Jesús cuando estaba por morir? Que cambiaron tu historia y la del mundo entero.
Desde hace décadas, la conmemoración del viernes santo, al menos en la Parroquia donde nací, consta de cuatro momentos:
- El Vía Crucis. En donde se recorrían las estaciones colocadas a lo largo de toda la colonia bajo el inclemente sol
- Las siete palabras. Reflexionadas en la Iglesia al terminar el Vía Crucis.
- La liturgia del Viernes Santo.
- La procesión del silencio. Dándole el pésame a la Virgen.
De estos ejercicios devotos, hoy quiero invitarte a meditar las siete palabras de Jesús en la cruz.
¿Cómo nos pueden ayudar a vivir con más profundidad el Triduo pascual y las 7 palabras?
¿Tienen relevancia más allá de la Semana Santa? ¿Qué nos puede decir directamente Jesús a ti y a mí?
Te presento las 7 palabras:
1. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34)
Al ser sus muñecas, sus pies clavados, y ser levantada la cruz, Jesús no maldice a todos los que están reunidos frente a él, (verdugos y chismosos, injuriantes y arrogantes…).
La primera frase en este contexto de dolor, sufrimiento y humillación extremos va dirigida al Padre, y se refiere no solo a ellos, sino también a nosotros.
«Perdónalos…»
¡Jesús no clama venganza al cielo por su sangre derramada (cf. Gn 4,10), sino que pide perdón por ellos y nosotros!
¿Pero por qué, si los Romanos son crueles, los líderes religiosos querían matarle, Judas lo traicionó siendo su amigo, Pedro y los demás lo han abandonado a su suerte…?
¿Por qué perdonar la injuria si nosotros hemos sido ofendidos y, al contrario, «estamos en nuestro derecho» de desquitarnos?
¿Por qué “dejar pasar” el insulto, la calumnia, la difamación, el chismorreo a nuestras costillas, la falta de amor, la falta de respeto…?
¿No nos pasaríamos de buena gente si perdonamos?
«…porque no saben lo que hacen»
Decía un sabio sacerdote que «no hay gente mala, sino ignorante».
Las cosas malas se hacen cuando ignoras de dónde vienes y a dónde vas, quién eres, a quién le afectan tus malas obras y, lo peor de todo, lo que te haces a ti mismo haciendo el mal.
Si realmente lo supiéramos e hiciéramos todo de nuestra parte para evitar caer en tentación o ceder al impulso de hacer el mal, no lo haríamos.
Por eso Jesús pide por nosotros, y nosotros estamos llamados también a perdonar si hacemos caso al Padrenuestro: porque nuestro Padre celestial nos ha perdonado primero.
2. «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43)
Jesús fue crucificado en medio de dos ladrones. Según nos lo cuenta San Lucas, uno se unía a las ofensas y las burlas mientras que el otro defendía a Jesús porque era inocente.
Hasta ahí, el relato solo nos reflejaría la opinión tan dividida que los judíos de su momento tenían sobre Jesús.
Pero «el buen ladrón» va más allá: le pide que se acuerde de él cuando llegue a «su Reino».
En los evangelios solo hay tres declaraciones acerca de la persona de Jesús: la de Pedro (Mt 16,16), la de este ladrón y la del centurión una vez traspasado el costado de Cristo (Lc 23,47).
¿De qué nos habla este «buen ladrón» (llamado Dimas en algunos Evangelios apócrifos)?
Apela a Jesús en medio del tormento al comparar el motivo por el que los crucificaron, lo que le hace arrepentirse de sus pecados.
En plena cruz, ha descubierto que Jesús es Señor
Y eso lo mueve a pedir clemencia. Jesús va más allá de su petición: Dimas estará, justo al morir, en el Paraíso.
¿Cuántas veces creemos que, con el examen de conciencia bien realizado, con la confesión de nuestros pecados y nuestro propósito REAL de enmienda hemos sido perdonados, dejando nuestra alma tan blanca como la nieve?
¿O dejamos que nuestra conciencia nos guíe en la elección entre bien y mal?
¿Cuántas veces nos nace del corazón el pedir perdón por nuestros errores?
No perdamos de vista el Paraíso pues es el único lugar en donde podremos experimentar el amor de Dios en plenitud total.
3. «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo! ¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19,26-27)
Al pie de la cruz, los únicos que acompañaron a Jesús (de todo el montón de amigos y seguidores que se supone que tenía) son María Magdalena, Juan y su madre.
Un poco de consuelo le debió proporcionar el ver rostros conocidos entre un mar de personas que lo despreciaban y se burlaban de Él.
A los que se unía la tortura de los dolores padecidos en la cruz.
Jesús, en pleno sufrimiento, se despoja de su madre. Sabe que ella ahora estará sola, que será, ante los ojos de los que lo odian, la madre de un maldito por morir colgado de un madero (Dt 21,23).
Pero Jesús ve más allá, trascendiendo generación tras generación (cf. Lc 1,50): al entregar su madre a Juan, la tradición nos enseña que nos la está entregando a nosotros, a ti y a mí.
«Ahí está tu madre»: porque sólo María puede enseñarnos a vivir el dolor y el sufrimiento desde los ojos de la fe.
Porque la fe la mantuvo en pie viendo la muerte tortuosa de su hijo.
María sabe muy bien lo que es vivir momentos difíciles y no perder la confianza en que las promesas de Dios se cumplen.
Aunque uno no las entienda, aunque uno no las perciba en medio de la oscuridad.
Y tú, ¿has aceptado a tu madre y la has llevado a tu casa? ¿Cómo es tu relación con María?
Hay mucho que ella puede enseñarte si la acoges en tu casa, en tu interior. Muestra de ello es el hombre que, justo ahora, está clavado en la cruz.
4. «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34)
¿Por qué Dios permite que a las personas buenas les pase cosas malas?
¿Por qué al inocente, a los niños, a los jóvenes, a los que se esmeran en vivir una vida recta?
A los ojos del mundo, pareciera una burla que Dios, que se supone es infinita bondad, permita (o parece permitir) el mal.
Sí, las dificultades pueden hacernos renegar de Dios, y más cuando parecen venir en avalancha: la pérdida de un empleo, la enfermedad o la muerte de un ser querido, el fin de una relación.
Es válido enojarse con Dios, expresarle nuestra frustración e, incluso, nuestro coraje
Pero Jesús, citando en la cruz el inicio del Salmo 22, nos hace contemplar esto desde otra perspectiva: nuestras dificultades pasan para que algo más ocurra.
Su amigo Lázaro murió para que, con su resucitación, Jesús pudiera dar gloria a Dios haciendo un signo que demostrase que Él era el Hijo de Dios.
Jesús, en su tormento, le pregunta a Dios por qué lo ha abandonado.
Esto ha impactado a los fieles tanto, que dos evangelistas han recogido esta frase de Jesús (¡incluso en arameo, la lengua qué Él hablaba!).
En Getsemaní le pide que aparte de Él «ese cáliz» (su pasión y muerte), pero siempre y cuando esa sea Su voluntad.
El ángel que lo conforta es signo de que Dios lo acompañaría durante todo este trance.
Su confianza en que a su justo no lo abandonaría en la morada de los muertos ni lo dejaría conocer la corrupción en la tumba (Sal 16,10).
Con esa promesa, Jesús nos reafirma que Dios, amigo y compañero, vive con nosotros nuestros dolores y sufrimientos.
Aunque no podamos entenderlo en su momento, aunque pensemos que Dios nos ha abandonado, o que no existe, o que no le importa lo que nos pase.
¿Confiamos en Dios, o pecamos al renegar de Él?
5. «Tengo sed» (Jn 19,28)
Es normal que Jesús, en este momento de la tortura, tenga una sed monstruosa.
Tanta, que hace que la lengua se le pegue al paladar, cumpliendo lo dicho por el Salmo 22.
Sin embargo, Jesús se refiere a algo más que la sed física: Jesús se ha hecho uno con el sentir del Padre.
Sabe que a su Padre le preocupa que sus hijos no lo conozcan, que no sepan que son hermanos uno del otro y que haya rencores, odio, asesinatos… Ante sus torturadores y sus enemigos, Jesús tiene sed de amor.
Dice San Juan que, frente a su súplica, los soldados empaparon una estopa con el vino que ellos bebían (vino fermentado y vinagre) por uno de dos propósitos.
Para burlarse de él (¡un Rey tomando el vino de los pobres!), o para que sus sentidos se embotaran y que no diera lata con sus gritos y sus quejidos.
Frente a la sed de Jesús, ¿Qué le ofrecemos? ¿El agua de nuestras buenas acciones, que refresca y cura.
¿O el vinagre de nuestro aparentar ser buenos, de nuestra indiferencia o de nuestra negligencia cuando vemos la necesidad de hacer el bien y no asumir lo que nos toca?
¿De qué empapamos nuestra estopa?
6. «Todo está cumplido» (Jn 19,30)
Esta es «la hora» de la que Jesús tanto habló a lo largo de su ministerio: la hora de su glorificación.
De cumplir por completo con la voluntad de Dios de que ninguno se le perdiese (Jn 6,39), de redimir a todo el pueblo de Dios.
Ni un momento, ni un solo instante Jesús se dejó vencer por el desánimo, por las críticas, por las amenazas, por la duda frente a la incertidumbre de si podría o no cumplir con su Padre.
Con paso firme proclamó el Reino de Dios, enseñó lo que implicaba ser hijo (y, por tanto, hermano de todos los hombres) sin importar que el precio era la Cruz.
«El cristiano es otro Cristo»
Decía Orígenes, un teólogo de los primeros siglos de la Iglesia. ¿Nos vemos en el espejo y reconocemos nuestro reflejo como el de Jesús?
¿Asumimos como propia la misión de Jesús con esa misma convicción en nuestra familia, en el trabajo, con los amigos, en nuestro tiempo libre, con la novia/esposa?
¿Podremos decir al final de nuestra vida, como Jesús: «Todo se ha cumplido»? ¿Nuestras obras avalarán tal afirmación?
7. «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46)
Al inicio del relato de la Pasión de Cristo, San Juan escribe algo que le da sentido a esta última frase de Jesús.
«…sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía» (Jn 13,3).
Es así como San Juan resume la vida de Jesús y, Dios mediante, la vida de todo creyente.
De dónde venimos (de Dios, pues nos ha dado la vida y nos ha hecho semejantes a Él) y hacia dónde vamos (la Vida eterna), dejando el poder llegar en nuestras manos.
Esa claridad es lo que hace que Jesús confíe en Dios: ¿Cómo no hacerlo, si lo ama y lo acompaña hasta el último momento?
¿Cómo no hacer su voluntad, si así puede mostrarle cuánto lo ama?
Esa es la clave de la obediencia de Jesús: el amar a Dios y el saberse amado por Él.
Por eso el autor de la Carta a los hebreos puede poner en boca de Jesús una cita del Salmo 40: «He aquí qué vengo a hacer tu voluntad’.
Por eso Jesús, al morir, no duda en encomendar (en encargar) su espíritu a Dios.
Sabe que retornará triunfante al Padre porque ha cumplido con su anhelo de que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4).
Aquí viene la pregunta para nosotros:
¿Cómo está nuestra relación con Dios? ¿Confiamos plenamente en Él?
¿Le conocemos a tal grado que sabemos lo que a Dios le preocupa? ¿Invertimos nuestra vida en buscar hacer su voluntad?
¿O invertimos nuestra vida en las cosas del mundo, aunque cuando fallezcamos nada nos llevemos?
Jesús en este Viernes Santo nos invita a seguirlo y, si es posible, a imitarlo: ¡porque sabe que el Amor es más fuerte que el pecado y que la muerte!
Porque a pesar de todo el dolor y el sufrimiento que podamos padecer.
Él es la prueba de que el Amor (el de Dios y el que le tengamos a Dios) lo puede todo, aunque a los ojos del mundo todo parezca terminar en fracaso, burla y decepción.
En nosotros está (Dios nos lo ha puesto en nuestras manos, y si queremos podemos recibir su ayuda mediante su Gracia y mediante la Iglesia) poder llegar al Cielo.
Oración.
Que el Espíritu Santo nos ilumine en nuestro diario caminar para poder optar siempre por el camino al Paraíso.
Que las 7 palabras que han transformado a la humanidad, nos transforme también a nosotros. Amén.
Christian Sánchez.